Shirley J. Nicholson – EE. UU
Hay una paz que trasciende el conocimiento.
Mora en el corazón de aquellos que viven en lo eterno.
Vivimos en un mundo ilusorio. Las montañas, los edificios, los árboles y las flores, incluso nuestro propio cuerpo, parecen tener sustancia y ser reales. Sin embargo, el Antiguo Testamento nos enseña que no lo son. Son maya, ilusión creada por la cualidad de nuestra mente que convierte una fantasmagoría fluctuante en objetos aparentemente sólidos y duraderos. La física descubrió que lo que parece sólido se basa en una realidad de partículas de electricidad inimaginablemente pequeñas en constante movimiento. Pero la ilusión va más allá de los simples objetos físicos. El yo familiar, que tan bien conocemos, es también una ilusión. Nos sorprende oír decir que nuestra mente tiene este poder, aparentemente mágico, de crearse un yo. Y, sin embargo, los sabios de la historia han dicho que la sensación que tenemos de ser un yo separado e independiente no es válida en última instancia. Nuestra mente fabrica un yo con aficiones y aversiones individuales, con opiniones particulares, con toda una base de información y todo ello nos convierte en el individuo que se ve y que creemos ser.

Un mundo ilusorio
La verdad es que en el fondo somos un campo de conciencia pura. Nuestra variada experiencia y percepción ordinaria colorea esta conciencia básicamente incolora. Nuestra mente condicionada nos lleva a creer que nuestra experiencia sensorial y la experiencia de nuestros pensamientos y emociones le ocurren a un yo consistente y estable. Pero la introspección no captura ese yo constante e independiente. Podemos experimentar solamente el flujo de los pensamientos, sentimientos y percepciones cambiantes. Lo que llamamos nuestra personalidad forma parte de la fantasmagoría en la cual vivimos. No podemos fijar un yo permanente en la corriente.